Hay análisis brillantes sobre la amistad, como el de Aristóteles, que disecciona, a la manera del médico, sus tipologías, los vicios que la empobrecen y los goces que apareja compartir lo más íntimo con quien es bueno y piadoso. Pero hablar de un modo frío y con una mirada propia del laboratorio sobre lo que algunos consideran el bien más preciado de la vida es como aprender a montar en bici leyendo. Sí, quizá descubramos cómo curvar la espalda para mantener el equilibrio en una bajada, pero estaremos muy lejos de sentir la caricia del viento en el rostro. Y es esto último lo que vale la pena.
Lee a Cicerón si quieres
- Saber los pilares de la auténtica amistad
- Conocer lo que decía la filosofía antigua sobre el ser humano
- Saber por qué la amistad es lo más necesario para la vida
Cicerón -tan sabio, tan egregio- era consciente de ello. Y, por eso, siguiendo a Sócrates, bajó la filosofía del cielo para hacernos, de amigo a amigo, confidencias sobre la amistad a través del cariñoso elogio que Lelio dirige a Escipión el Africano, la otra parte de su alma. Como la de Aquiles y Patroclo, como la de Montaigne y La Boétie, como tantas otras, Cicerón bruñó el vínculo para unir a esos dos hombres para siempre.
Lo primero -lo hemos dicho- es el encomio. Escipión representa la vida colmada por sus virtudes públicas y privadas, el cumplimiento exitoso de la naturaleza humana, pues había llegado a un punto en “el que nada más podía añadírsele”. De ahí que no haya mejor amigo que él, pues la amistad es más verdadera -más gozosa, más plena y, al fin y a la postre, más genuina- entre quienes son buenos. Cuando falta la virtud, flaquea la confianza; pueden entonces irrumpir los celos, el cálculo, así como el tumor del egoísmo, esa necrosis del alma que termina gangrenando la lealtad y el compañerismo. Ahora bien, entre todos los males que afligen la verdadera amistad, Cicerón destaca la adulación.
Se dirá que el insigne romano no descubre nada nuevo. Y es verdad. Pero este tratado breve recoge los retazos de esa sabiduría antigua cultivada con el tiempo y la concentración que a nosotros, por desgracia, nos faltan. Además, ¿hay algo más indicado que recordar los pilares en los que se asienta cuando proliferan los amigos virtuales, de quienes acaso ni se recuerda el nombre, y nos bombardean batallones de seguidores anónimos?
Palabra de Cicerón:
- Consenso sobre la importancia de la amistad: «Sobre la amistad, todos tienen el mismo sentir: desde los que están dedicados a la política, hasta los que disfrutan con el estudio de la filosofía y con su enseñanza, y los que, libres de cargos públicos, llevan sus propios negocios y, finalmente, los que están entregados por entero a la buena vida. Todos convienen en que la vida no es nada sin la amistad, al menos si es que quieren vivir con un cierto tono de hombres libres».
- La simulación, fin de la amistad: «La simulación -que suprime y adultera la verdad del juicio- es incompatible sobre todo con la amistad, pues destruye la verdad, sin la cual no puede tener valor alguno el nombre de amigo. Pues consistiendo la amistad en hacer, por decirlo así, de varias alma una sola, ¿cómo podrá ser esto, si ni siquiera el alma de cada cual es una y siempre la misma, sino varia, mudable y con muchos pliegues».
Resulta irónico aprender, con el orador incólume, con el político marmóreo, que uno no puede ser amigo de quien se le acerca si antes no está a gusto consigo mismo. O sea, que para vivir para afuera antes hay que habitar muy dentro de uno, del mismo modo que para evitar la cháchara intrascendente hemos, antes, de ser capaces de mantener soliloquios que a nosotros al menos no nos amodorren. Dicho de otro modo: si quieres convertirte en alguien digno de un amigo, vive en paz primero contigo mismo.
A veces pensamos que la amistad se aquilata en la conversación, en el cotilleo, en las largas conversaciones de whatsapp que -estamos seguro- avergonzarían a un adolescente. En esa emotividad que explota una y otra vez en las redes con infinidad de sentimientos inflados o heridos. Pero el amigo a veces calla. Pero el amigo, cuando la afinidad es tan fuerte como el rugido de un volcán en erupción, respeta también ese silencio que se abre entre ambos.
Se dice que la amistad es compartir, lo cual, además de una boutade, constituye una afirmación demasiado pobre, como esquilmada. De hecho, si, como nos ilustra Cicerón, los amigos verdaderos se cuentan con los dedos de una mano es porque el amigo ofrece, con benevolencia y espíritu ensanchado, el tesoro de su intimidad y ese no cabe repartirlo entre muchos.
No se trata de prestarnos ayuda mutua -un aspecto superficial de las relaciones amistosas, el único, por cierto, en el que parece poner el foco la sociedad contemporánea-, sino de “la máxima compenetración en el querer, en el sentir y en el pensar”, al decir de Cicerón. Quienes son uno no comparten: existen conjuntamente, empequeñeciendo cada vez más el mar que separa sus islas. Lo que no hay que hacer es encorvar la amistad, dirigir la mirada hacia ella misma. Porque el prójimo queda más entrelazado con nosotros cuando no nos empeñamos en tematizar la relación que existe entre ambos, sino en nos embarcamos conjuntamente en una misma nave para descubrir el mundo, abriéndonos a la posibilidad de vivir doblemente, por emplear la idea de Salinas.
La amistad, que nos hace salir al encuentro de ese otro que es como nosotros mismos, es una exuberancia de lo humano. Y, en efecto, parece como si el tratado de Cicerón estuviera escrito para nosotros al recordarnos que la amistad no es hija de la indigencia, ni un bien que palia nuestras necesidades más perentorias. “Debemos buscar la amistad -insta Cicerón- no por la esperanza de los réditos, sino porque todo su fruto reside precisamente en el amor”.
La relectura de este panegírico, en el que se pasa revista a los peligros que dificultan las relaciones de amistad y la eficacia de la verdad a la hora de engrasarlas, puede desterrar muchos de nuestros prejuicios sobre lo que es un amigo y acerca de lo que cabe pedirle. Con todo, indudablemente, el mayor acierto de Cicerón es haber puesto la pelota en nuestro tejado, exhortándonos a hacernos amables, es decir, dignos de ser amados por nosotros mismos.
Para saber más:
- Cicerón, La amistad (Trotta, 2002).
- Cicerón, Sobre los deberes (Rialp, 2022).
- T. Caldwell, La columna de hierro (Embolsillo, 2011).
3 comentarios
Me ha encantado!
Gracias