América y Europa, frente a frente

Las novelas de James -largas y oceánicas- semejan tapices: en ellas, la sutilidad de lo que no se dice, pero se revela, está trabada a los diversos flecos en los que se dispersa la narración. Hay pocos escritores a los que sea tan difíciles de acceder como este americano, hijo de una profunda estirpe, enamorado de una cultura europea a la que añoraba pertenecer, pero que contemplaba lánguida y decaída.

Los embajadores, que el propio James consideraba una de sus mejores obras, es una alegoría inagotable. Lambert Strether, cincuentón, acude al rescate de Chad, un joven americano seducido -o no- por los destellos voluptuosos de París. Como en Massachusetts le espera el futuro de una próspera empresa familiar, el cometido de Strether es devolverle sano y salvo, arrebatándole de la supuesta pasión amorosa que amenaza con malograr su vida.

James es sugerente y vela, encubriendo con nubes confusas de dobles sentidos y referencias abiertas, muchas de las cosas que aparecen en la trama. Decía Hemingway que el arte de escribir tiene más que ver con recortar los hilos que sobran en la prosa que con engordarla por un prurito virtuosista.

James lleva esa vocación al extremo con tal de obligar al lector a viajar en un crucero de ensoñaciones imposibles. Por eso, no hay lectura definitiva de Los embajadores, ni interpretación canónica, y hoy los críticos siguen discutiendo bizantinamente sobre cuál es la preciada mercancía con que comercia la familia de Chad, una incógnita que James deliberadamente deja en el tintero.

Lee Los embajadores

  • Si buscas comprender lo que separa a Estados Unidos de Europa
  • Si deseas ser el espectador de un viaje interior
  • Si quieres saber lo que son el estilo y las buenas maneras

Habrá lectores que sientan un poco afectado e incluso falso ese ir y venir de la subjetividad y las inconclusas remisiones al que James nos acostumbra. Para otros es indudablemente no solo una forma de demostrar hasta qué maravillosas llanuras puede llegar el uso simbólico del lenguaje -que, no lo olvidemos, es la bruñida materia que emplea la literatura-, sino también la estrategia más adecuada para evidenciar que el yo es tan hondo y abisal como afirmara Heráclito, así como honda y abisal la manera que tenemos de afrontar la realidad que nos circunda.

James se enfrentó a un problema de identidad que todavía hoy la cultura no ha conseguido siquiera pacificar. Ante él descansaban los posos de una prodigalidad espiritual que un continente desfalleciente, como Europa, apuraba y el tacto frío del dólar. Lo cualitativo y lo cuantitativo. El espíritu, en suma, frente al apremio de lo material. Y aunque parece que la batalla la han ganado al otro lado del Atlántico, lo cierto es que la cultura americana sería huérfana sin los préstamos intangibles de Europa. La relación de la una con la otra es parecida a la de Roma con Grecia, que, aun queriendo, no pudo desprenderse de su legado. Sin Europa, América es una quimera.

Quien mejor ha estudiado la contribución de James en la creación del mito fundacional de América ha sido Edmund Wilson. Chicago miró a París hasta hace bien poco. Es esta, a fin de cuentas, una de las posibles lecturas de Los embajadores, en el que un inocente Strether cae rendido ante los fastos de París y sus encantadoras mujeres. El embajador descubre lo que ata al joven Chad tan fuertemente a la ciudad de los Campos Elíseos; halla el atractivo del amor y otras pasiones que obligan a la familia americana a viajar apresuradamente. ¿Qué es lo que tiene París que con tanto vigor atenaza? Ese tesoro solo lo puede desenterrar el individuo sensible.

Otra lectura, más antropológica, consiste en interpretar la novela como un viaje de formación que enfrenta a quienes viven su existencia afines al prosaico espíritu del empresario con los que, de naturaleza más mediterránea, apuran hasta más allá de lo imaginable la copa del gozo y del disfrute.

Palabra de Henry James

Vivir la vida intensamente: «Aun así no olvide que es usted joven, felizmente joven, alégrese y viva siéndolo. Viva todo lo que pueda. Es un error no hacerlo. Lo que haga en concreto es lo de menos, mientras tengo su vida. Si no tiene eso, ¿qué habrá tenido? (…) No se pierda cosas por estupidez».

Lo único seguro es dar: «A quien odio es mí misma… cuando pienso en cuánto hay que arrebatar a la vida de otros para ser feliz, y que ni siquiera así se consigue. Lo hacemos para engañarnos a nosotros mismos y para callarnos la boca… pero en el mejor de los casos dura solo un poco. El desdichado ego siempre está ahí, y, de un modo y otro, siempre nos crea nuevas angustias. Nunca, en suma, se obtiene ninguna felicidad cuando se arrebata algo. Lo único seguro es dar. Es lo menos engañoso».

No sería bueno concluir de todo lo anterior que James siempre se vista de moralista. Todo lo contrario. Al presentar esas dos visiones del mundo y de la vida, tal vez lo que sugiere es que no son en modo alguno excluyentes, sino necesariamente complementarias. Hay escenas memorables, conversaciones de un preciosismo estético infrecuente, y una atmósfera de película decimonónica que muchos echamos en falta, como también sentimos una nostalgia casi infinita por los canapés turquesas, las medias luces y las lámparas de araña. Una novela en la que ningún diálogo incomoda al lector con la vulgaridad del tuteo es hoy, lo queramos o no, una revolución contra la mala educación. Si América, para James, tenía que aprender modales de Europa, deberíamos añorar, como él, las levitas y esos impolutos guantes blancos que acostumbraban las damas a dejar caer.

Las novelas de James -largas y oceánicas- semejan tapices: en ellas, la sutilidad de lo que no se dice, pero se revela, está como tramada y atada a los diversos flecos en los que se dispersa la narración. Hay pocos escritores a los que sea tan difíciles de acceder como este americano, hijo de una profunda estirpe, enamorado de una cultura europea a la que añoraba pertenecer, pero que contemplaba lánguida y decaída.

Los embajadores, que el propio James considera como una de sus mejores obras, es una alegoría inagotable. Lambert Strether, cincuentón, acude al rescate de Chad, un joven americano seducido -o no- por los destellos voluptuosos de París. Como en Massachusetts le espera el futuro de una próspera empresa familiar, el cometido de Strether es devolverle sano y salvo, arrebatándole de la supuesta pasión amorosa que amenaza con malograr su vida.

James es sugerente y vela, encubriendo con nubes confusas de dobles sentidos y referencias abiertas, muchas de las cosas que aparecen en la trama. Decía Hemingway que el arte de escribir tiene más que ver con recortar los hilos que sobran en la prosa que con engordarla por prurito virtuosista.

James lleva esa vocación al extremo con tal de obligar al lector a viajar en un crucero de ensoñaciones imposibles. Por eso, no hay lectura definitiva de Los embajadores, ni interpretación canónica, y hoy los críticos siguen discutiendo bizantinamente sobre cuál es la preciada mercancía con que comercian la familia de Chad, una incógnita que James deliberadamente deja en el tintero.

Habrá lectores que sientan un poco afectado e incluso falso ese ir y venir de la subjetividad y las inconclusas remisiones al que James nos acostumbra. Para otros es indudablemente no solo una forma de demostrar hasta qué maravillosas llanuras puede llegar el uso simbólico del lenguaje -que, no lo olvidemos, es la bruñida materia que emplea la literatura-, sino también la estrategia más adecuada para evidenciar que el yo es tan hondo y abisal como afirmara Heráclito, así como honda y abisal la manera que tenemos de afrontar la realidad que nos circunda.

James se enfrentó a un problema de identidad que todavía hoy la cultura no ha conseguido siquiera pacificar. Ante él descansaban los posos de una prodigalidad espiritual que un continente languideciente, como Europa, apuraba y el tacto frío del dólar. Lo cualitativo y lo cuantitativo. El espíritu, en fin, frente al apremio de lo material. Y aunque parece que la batalla la han ganado al otro lado del Atlántico, lo cierto es que la cultura americana sería huérfana sin los préstamos intangibles de Europa. La relación de la una con la otra es parecida a la de Roma con Grecia, que, aun queriendo, no pudo desprenderse de su legado. Sin Europa, América es una quimera.

Quien mejor ha estudiado la contribución de James en la creación del mito fundacional de América ha sido Edmund Wilson. Chicago miró a París hasta hace bien poco. Es esta, a fin de cuentas, una de las posibles lecturas de Los embajadores, en el que un inocente Strether cae rendido ante los fastos de París y sus encantadoras mujeres.

Otra, más antropológica, consiste en interpretar la novela como un viaje de formación que enfrenta a quienes viven su existencia afines al prosaico espíritu del empresario con los que, de naturaleza más mediterránea, apuran hasta más allá de lo imaginable la copa del gozo y del disfrute.

No sería bueno concluir de todo lo anterior que James siempre se vista de moralista. Todo lo contrario. Al presentar esas dos visiones del mundo y de la vida, tal vez lo que sugiere que no son en modo alguno excluyentes, sino necesariamente complementarias. Hay escenas memorables, conversaciones de un preciosismo estético infrecuente, y una atmósfera de película decimonónica que muchos echamos en falta, como también sentimos una nostalgia casi infinita por los canapés turquesas, las medias luces y las lámparas de araña. Una novela en la que ningún diálogo incomoda al lector con la vulgaridad del tuteo es hoy, lo queramos o no, una revolución contra la mala educación. Si América, para James, tenía que aprender modales de Europa, deberíamos añorar, como él, las levitas y esos impolutos guantes blancos que acostumbraban las damas a dejar caer.

Para saber más

H. James, Los embajadores (Alba, 2022).

H. James, El americano (Alba, 2016).

H. James, El arte de la ficción (Fragua, 2019).

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Grandes libros es un blog de Aceprensa, un medio de comunicación fundado en 1970 y especializado en el análisis de tendencias sociales, corrientes de pensamiento y estilos de vida.

Un comentario

  1. «…cuando el pobre Strether se planteó que la maldad referida era, en última instancia, o tal vez incluso en última insolencia, lo que una escena como la que tenía ante sus propias barbas había, por así decir, construido, apenas si pudo soslayar el dilema de auscultar un eco indirecto de aquellas presencias plurales en casi todo cuanto acontecía».

    Y así todo. Lo siento, no me parece un mérito literario el que no se te entienda nada.

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