Algo bastante kafkiano

Kafka es una suerte de Homero del judaísmo, pero con una prosa atestada más bien de paradojas, en lugar de epítetos. No hay libro suyo que no sea un colofón, ya que están todos -desde los más conocidos a los relatos, o incluso sus cartas o anotaciones- lacrados con el sello del checo, tan diestro en el arte de la escritura que no solo ha procreado un adjetivo de uso común, sino que también fue capaz de hacer historia de la historia de un hombre anodino que creyó ser un insecto.

El autor de La metamorfosis inunda sus libros con alucinaciones y delirios innumerables que sobrecogen hasta dejarnos temblando. Es el cronista de las contradicciones del racionalismo, un escritor de hechura metafísica que nos advierte de que el suelo puede hundirse bajo los pies. Lo más sorprendente es que lo kafkiano es algo propio de la vida, usual, cotidiano, como la sonrisa o la queja del vecino. A veces las puertas se abren, sí, y dan a un zaguán infinito. O tiritamos de miedo porque resulta que la pesadilla es real y no estamos, por desgracia, dormidos. Y es que, en un mundo racionalizado, lo más banal, lo ordinario, se puede venir abajo y ser engullido por el sinsentido.

Lee Un artista del hambre

  • Si deseas saber lo que es el fracaso
  • Si buscas un relato realmente kafkiano
  • Si quieres conocer las debilidades humanas

Absurdos hay muchos: maravillosos, tremendos, nostálgicos, ilusionantes, ridículos. De todos los que pueblan el cosmos de Kafka, hemos optado por uno de los menos conocido, entre otros motivos porque se dirige, como un disparo certero y turbador, al mismísimo centro de nuestras seguridades. Un artista del hambre, ciertamente, condensa las herencias kafkianas como un hijo primogénito que recogiera unánimemente los rasgos de sus progenitores. En sus incoherencias, el relato entrelaza los jirones dramáticos que todos, lo deseemos o no, hemos de pastorear en algún momento de nuestra existencia.

Aunque a muchos les parezca Kafka demasiado kafkiano, en realidad, cuando se abren las tapas de sus obras inverosímiles, se da cuenta de que biografía fracasos y sinsabores que se obstinan en la memoria. En este caso, narra, con su elocuencia habitual, las vicisitudes de la marginación, realzando la figura de un Job redivivo con una historia tristísima: un artista que convierte el sufrimiento de los ayunos en un espectáculo, aunque fallido.

Palabra de Kafka:

La fama: «¿Por qué querían robarle la fama de seguir ayunando, no solo de convertirse en el mayor artista del hambre de todos los tiempos, sino también de superarse a sí mismo hasta lo inconcebible?»

El público, indiferente: «Porque no era el artista del hambre quien engañaba, él trabajaba honestamente, y era el mundo el que lo estafaba a él en lo que merecía como recompensa».

Al parecer, proliferaron hambrientos profesionales, que llevaban el cuerpo hasta la extenuación, en circos y verbenas, siempre dispuestos en jaulas que hacían las veces de vitrinas lastimosas. A cambio recibían poco dinero y bastante popularidad. Se sabe que la mayoría se distraía de la mortificación regularmente, pero el que perfila Kafka se tomaba su vocación con seriedad y era, más que nada, un fantoche con colgajos. Con todo, se propuso alargar su cuaresma perpetua, sin que ni siquiera esa hazaña le sirviera para retener su fama.

Y es que, explica Kafka, de quien en junio celebraremos el primer centenario de su muerte, el número del hambriento se desangraba hasta el punto de que, mientras perecía su cuerpo, también languidecía su espíritu. Al principio, era una novedad, pero después a nadie le interesaban sus hazañas con la comida. Y no es que fuera un hazmerreír: al menos los payasos siguen cosechando aplausos. Es que desapareció de la vida de los hombres, al igual que un sonajero que se olvida llegando la edad adulta.

Las obras de Kafka poseen algo de ese viejo judaísmo que relee la Torá sin interrupción y porfía en salmodiar versículos con voz ronca, buscando los múltiples sentidos de una palabra que se escribe en mayúscula porque proviene de Dios. En Kafka hay vericuetos ocultos, tal y como atestiguan los catálogos y bibliotecas consagradas a interpretarlo. Eso le hace único y le da la razón: la literatura debe ser como la suya, un hacha dispuesta a rasgar o hacer añicos el mar helado de nuestro interior.

De hecho, ese artista del hambre, de quien huye la fama como si anduviera a lomos de un viento huracanado, representa la fragilidad que todos tenemos. Los expertos han visto en aquel individuo entregado a la desesperación, con los ojos famélicos y vidriosos, el destino de todo el que se compromete con la belleza, así como el precio perturbado de la fama. Pero quizá este hambriento de estrellas nos descubre hoy, enjaulado en vigilias y penitencias, los rescoldos de un éxito frustrado.

Como es habitual en Kafka, la tragedia se mezcla también con el humor, una estrategia que tiene como objetivo aumentar la compasión ante la sospecha de la miseria. El final de este breve relato es, a este respecto, perfecto: contemplar al artista, fatigado, envuelto en paja y olvidado por un mundo que en el pasado lo admiró deja en el alma un crespón de lástima negro e incalculable.

Para saber más:

  • Kafka, F., Un artista del hambre (Nórdica, 2024).
  • Kafka, F., Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2024).
  • Stach, R., Kafka. 2 volúmenes (Acantilado, 2016).

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