Benito Cereno: Inexplicable, como el mundo

A algo tan simple, en apariencia tan infantil, como la pasión por contar historias, debemos el universo oceánico, tan tempestuoso como una singladura en una noche de invierno, creado por Melville. Es cierto que compartió la suerte de esos lobos de mar tostados por las galernas, a los que en la vejez se les niega la posibilidad de subir a bordo, y, como la de estos últimos, también la estrella del narrador neoyorkino fue apagándose, casi hasta morir, injustamente postergada por sus coetáneos.

Aunque, en el caso de Melville, en realidad, la estrella nunca se iluminó del todo. Toda su vida fue un inventario de desdichas, de empresas frustradas y de fracasos inmisericordes. Esa es -lo sabemos- la suerte que espera a los tocados por la genialidad y por ello mismo condenados a no ver nunca el sol, como si el destino, que es un tahúr caprichoso, se hubiera congraciado con el demonio de la desventura. Como si se ensañara el infortunio.

Tuvieron, así, que pasar décadas -bastantes- antes de que una ristra unánime de críticos descubriera en Moby Dick, por ejemplo, la prolija e infinita simbología que transforma la novela en un hito inapelable de la mejor literatura. La misma historia se repitió con Billy Budd, donde el americano apunta a la inocencia salvaje, o con el registro urbanita del nihilismo que legó en las escuetas páginas de Bartleby.

Tal vez el inconveniente de Melville, cuya efigie recordaba no tanto a un batelero, como a un ascético y erguido pastor de alguna congregación irreprochable de Boston, fue que nació demasiado pronto. Dicho de otro modo: que no casaba con su tiempo. Poetizó sobre su discordancia en unos bellos y desconocidos versos (“Fuentes solitarias”), en los que recomendaba -indudablemente dirigiéndose a sí mismo- dar la espalda a la fama y aguardar a la posteridad.

Lee Benito Cereno:

Para aprender las costumbres y la vida en el mar

Si quieres un libro de misterio con un final insospechado

Si deseas convencerte de que las cosas no son casi nunca como parecen

En eso sus coetáneos se lo pusieron fácil, ya que en lugar de festejarle, optaron por olvidar a ese aventurero que fue siempre Melville, probando fortuna en el relato breve y en el largo, en la novela torrencial, en la poesía, en el mar. Que se amotinó en aguas procelosas, jugó a cazar ballenas y se refugió entre salvajes, para acabar sus días, con más alcohol que sangre en el cuerpo -todo hay que decirlo-, relegado en el escritorio de una oficina de aduanas cualquiera.

Las obras de Melville son fogosas, plagadas de sentidos inciertos, henchidas de cultura, de referencias bíblicas -fue educado en una estricta observancia calvinista-, y mitologías, de modo que hacen las delicias de los paladares dados a las exégesis más intrincadas. En sus textos, además, nada es lo que parece. Mucho menos en Benito Cereno, considerado por muchos expertos como lo más logrado que escribió.

Es difícil saber si tenemos entre manos una novela náutica, un relato de piratas o quizá un cuento de misterio, al más puro estilo de Poe. Pero, a diferencia de este, el creador de Moby Dick no necesitó atmósferas angustiosas o lóbregas para suscitar desazón; le bastó para ello un navío quejumbroso y mustio, un capitán -Cereno- extenuado y melancólico, el brillo y el ruido de un hacha brillantemente pulida, un ademán ambiguo y el mohín, algo más premeditado, dibujado en un rostro. Para que se entienda bien: Benito Cereno es lo más próximo al cine que ha estado nunca la literatura.

Borges decía que Melville escribió en este caso una obra conscientemente inexplicable para dar cuenta rigurosa de nuestro mundo, también inexplicable. Y esa intención, que aproxima al aprendiz de ballenero al simbolismo más nocturno, podemos confirmarla a medida que la historia, muy sencilla al principio, se desvela. ¿No es usual que un buque auxilie a otro y que un capitán – el americano Amasa Delano- socorra a una tripulación diezmada por los temporales y el escorbuto?

El lector, como Delano, asiste a la sucesión de las casualidades, como si estuviera apoltronado en una butaca y frente a la gran pantalla. He aquí, sin ánimo de ser exhaustivos, algunos de los inquietantes equívocos que se le presentan: una nave que no parece real, sino “un monasterio encalado tras una tormenta”, la misteriosa actitud de Babo, el siervo que custodia al lánguido Cereno, el espectáculo del esclavismo, así como una escalofriante inscripción estampada con tiza en el mascarón de proa (“Seguid al jefe”). A cada página aumenta la congoja -la del lector, la de los protagonistas- y se intuye un final desgraciado.

Un corazón inocente: “Salvo en caso de intervenir un estímulo extraño y repetido, le era imposible ceder ante cualquier sentimiento de alarma que lo obligara a pensar que el prójimo obraba con malignidad (…) Mejor que decidan los sabios si tal rasgo del carácter pone o no de manifiesto una particular agudeza y vivacidad de la percepción intelectual, además del hecho de poseer un corazón benévolo”.

Memoria humana: “-Vea usted: este sol radiante lo ha olvidado todo, como el mar y el cielo azul; estos han dado vuelta a las antiguas páginas. -Sí, pero porque no tienen memoria -respondió el otro con desaliento-; porque no son humanos”.

Ha sido Enrique Krauze quien más ha insistido hoy a la hora de poner en valor las enseñanzas histórico-políticas de Benito Cereno. El libro se ha interpretado como una alegoría crítica con la condescendencia del esclavista, como una parábola, acaso terrible, que enfrenta al Nuevo y al Viejo Mundo, como una denuncia de la inocencia, como una combate entre la civilización y la barbarie. Incluso como una metáfora de lo apresurado que son los juicios humanos. Ninguno de estos acercamientos es equivocado.

Ni siquiera Melville ofreció claves para aclarar el sentido de Benito Cereno, aunque hay un hecho que no debemos eludir: la novelita se publicó por entregas, a mediados del XIX, en el Putnam’s, una publicación abolicionista. Aun a costa de bordear el spoiler, hemos de poner sobre aviso al lector y confesar que, por suerte, las perplejidades no se resuelven en la conclusión de la novela. Fuera cuales fuesen sus preocupaciones, Melville enseña que en ocasiones la frontera entre el bien y el mal no es tan nítida como el simplismo más ramplón a menudo cree.

¿Quién será el valiente que se apresure a condensar en unas cuantas frases lo que aportó Melville a la literatura? Aunque, puestos a asumir tareas imposibles, más difícil y atrevido sería sopesar su contribución al conocimiento del ser humano porque, con la audacia con que se embarcó tras un misterioso cachalote albino, indagó en nuestra condición más agreste, en aquella en la que no ha espabilado aún la cultura o se echa a dormir de nuevo, y que irrumpe inexorablemente en medio de las ventiscas, cuando resbala hasta el suelo las máscaras impuestas por la civilización y la hipocresía.  Entonces, solo queda el coraje, según atestigua este viajero imaginario, habitado, como decía Borges, por un mar vasto, por un mar infinito.

 

Para saber más:

H. Melville, Benito Cereno (Alianza, 2013),

H. Melville Cuentos completos (Alba, 2019).

A. Delano, Melville (Seix Barral, 2007).

compartir:

Compartir en facebook
Compartir en twitter
Compartir en whatsapp

Join The Ride

Grandes libros es un blog de Aceprensa, un medio de comunicación fundado en 1970 y especializado en el análisis de tendencias sociales, corrientes de pensamiento y estilos de vida.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Más entradas