El intelectual y el político

Antes de que en YouTube aparecieran influencers y emprendedores impartiendo discursos de graduación y charlas motivacionales, hubo un momento en el que la gente iba a conferencias. Y no solo acudía para oírlas a egregias instituciones, sino que más tarde, unos meses o años después, adquiría el libro en el que  se recogían. También han quedado para la posteridad muchos discursos políticos, desde Demóstenes a Kennedy, pero, insisto, eso era hace mucho, cuando era menos relevante el número de quienes vivían “de” la política que quienes lo hacía “para” ella.

Entre las conferencias que han pasado a la historia y tenemos la suerte de leer hoy, ocupa indudablemente un lugar privilegiado dos que pronunció Max Weber: una, en 1917, sobre “la ciencia como vocación” y otra, dos años más tarde, acerca de la profesión política. Weber es el sociólogo más relevante de la historia y pertenece también a aquella época, desgraciadamente ya ida, en la que la sociología era algo más que un ejercicio de superstición cuantitativa.

Lee El político y el científico si quieres

  • -Comprender el proceso de secularización
  • -Saber los límites de la vocación científica
  • -Conocer la meta de la política

Weber se encaramó al atril en Múnich tras haber superado una depresión que frustró su prometedora carrera académica veinte años antes. Su biografía -y muchas de sus obras- merecería un ensayo aparte; es necesario indicar, sin embargo, que, al parecer, fue una fuerte discusión con su padre -y la muerte de su progenitor tras ella- lo que quebró la increíble productividad de este hijo modélico del puritanismo protestante. Weber abandonó su cátedra y vivió sin poder apenas leer y escribir durante muchos años.

Volvamos al contenido de las conferencias y dejemos para otra ocasión aquellos aspectos de su teoría sociológica que suscitan muchas dudas. Lo primero que sorprende a quien abre estas páginas es el hondo contenido de las mismas y, se esté o no de acuerdo en lo que sugieren, el rico paisaje que toma el camino del pensamiento. Sería muy simple decir que hoy ni se escribe ni se piensa, ni se conocen los ámbitos intelectuales de la manera en que Weber lo hacía, esto es, vertiendo en todos y cada uno de ellos -ciencia, política, música, religión, historia, arte…- opiniones dignas de discusión. Nuestra edad es más dada a la especialización y a la perogrullada.

Weber recupera en ambas lecciones la idea de “vocación” (Beruf), que es quizá, tras la secularización, la última esquirla de lo sagrado -la huella de lo divino en un horizonte sin Dios- que nos queda.

De hecho, si se recomienda aquí estos textos es porque se perfila en ellos la única grandeza moral posible tras el desencantamiento. En Weber asistimos al regreso del politeísmo, tras la muerte de Dios; sin embargo, el alemán no conforma con la indiferencia, Y eso es lo difícil, el ascetismo al que conmina: defender valores que, por el contexto que vivimos, no pueden ser consideramos ni verosímiles ni importantes. De Weber a la idea del ironista liberal de R. Rorty hay muy poca distancia, aunque el primero exige al científico, al político, responder a las exigencias de cada día. La honestidad -una palabra clave, pues es la que sintetiza el compromiso con la verdad y la capacidad de asumir las responsabilidades- es la virtud central todavía para un periodo que sí, ha abdicado de la certeza de Dios, pero no vive en las etéreas -y virtuales- sombras de la posverdad.

Palabra de Max Weber:

  • Relativismo y politeísmo: «Según los valores últimos de cada uno, para un individuo el demonio será una cosa y dios será otra cosa, y el individuo tiene que decidir cuál es para él dios y cuál es para él el demonio. Y así sucede en todas las esferas de la vida”.
  • Líder populista y aparato:»La dirección de los partidos por líderes plebiscitarios produce el vaciamiento espiritual de su aparato, su proletarización intelectual, podríamos decir. Para ser un aparato útil al líder, tiene que obedecer ciegamente, tiene que ser una ‘máquina’ (…), no entorpecida por la vanidad de notables ni por las pretensiones de tener una opinión propia».

Lo que queremos decir es que Weber estuvo a la altura: sabía que tanto el capitalismo como la marcha imparable de la sociedad científica habían contribuido a erosionar culturalmente la vigencia de la fe. Él mismo, que había escrutado con su mirada omnicomprensiva las estructuras sociales de la creencia religiosa, era alguien “con poco oído” o sensibilidad para percibir el estribillo de la religión. Con todo, comprendió que, sin sus raíces, el torbellino del relativismo se llevaría los últimos enseres de la verdad, dejando como sustento la valentía honesta del científico para aguantar el ventarrón del destino.

Weber disecciona la carrera del intelectual -amarga- y señala que el docente no es un político. Dicho de otro modo, que ha de dejar su ideología en el perchero del aula y, a lo sumo, ayudar a sus discípulos a discernir con la rigurosidad de la ciencia las repercusiones de sus decisiones existenciales. El análisis de la vocación política no es menos radical y, como los buenos vinos, no ha perdido sabor a pesar del tiempo. Primero, enseña por qué la política ha derivado en el siniestro discurso sobre el poder y la imposición que hoy nos resulta tan familiar. Y, para desengaño de los ilusos, uno se da cuenta de que tenemos mentalidad estatalista para largo. Por otro lado, revela la cualidad proletaria del político profesional: un paniaguado, un asalariado servil a órdenes del demagogo, a su juicio.

Muchas cosas más hay en el morral de estas charlas que imagino que se impartieron en salones tapizados y butacas que ahora ya ni vemos en el cine. Ahora bien, pocos cuestionan que la parte más emblemática de la “política como vocación” es aquella en la que Weber contrapone la ética de la convicción y la de la responsabilidad. Por decirlo con otras palabras, la certeza del santo con la transigencia y la flexibilidad que ha de mostrar el político. Aclara una dimensión de la política que las ideologías intransigentes obvian, pero que es capital para engrasar la acción común y la administración de lo que es de todos. ¿Quiere eso decir que es necesario pactar con el mal, ser voluble o maquiavélico? Ni mucho menos. Lo que pone sobre la mesa es que vivimos en contextos plurales y que la prudencia, la principal virtud política, no consiste en realizar por encima de todo nuestros valores, sueños o proyectos, sino concretar lo justo aquí y ahora, en esa maravillosa contingencia que atraviesa nuestra carne.

Para saber más

  • Max Weber, El político y el científico (Alianza, 2021).
  • Max Weber, Escritos políticos (Alianza, 2007).
  • Arthur Mitzman, La jaula de hierro. Una interpretación histórica de Max Weber (Alianza, 1976).

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