Totalitarismo y mal

A Eichmann, uno de los principales artífices de la Solución Final, lo apresaron agentes del Mosad en Argentina, en mayo de 1960, y lo llevaron a Israel, donde fue juzgado. Hannah Arendt, filósofa judía, fue enviada por el New Yorker como corresponsal a Jerusalén para seguir las vistas y las declaraciones tanto del acusado como de los testigos. El informe que elaboró al respecto -publicado en forma de libro en 1963- se ha convertido en un Gran Libro o, mejor dicho, en el Gran Libro sobre la forma que puede revestir el mal -la barbarie- en un régimen totalitario.

A Arendt no le interesaba detenerse en el sufrimiento de las víctimas, ni siquiera en la manera, tan inhumana, con que eran gaseados -en barracones o camiones- miles y miles de judíos, es decir, de hermanos suyos que, a diferencia de ella, no tuvieron la suerte de escapar del abismo alemán. Su reportaje tenía que centrarse en el juicio: en el acusado, las pruebas, las estrategias de la defensa y las de la acusación. Gracias a ello pudo escudriñar el alma de Eichmann. O lo que quedaba de ella.

Lee Eichmann en Jerusalén si quieres

  • Comprender en qué consiste la banalidad del mal
  • Conocer lo que supuso el Holocausto
  • Saber cómo funciona la barbarie totalitaria

Sin embargo, Arendt pagó cara su lucidez. Porque los obsequios a su ensayo vinieron bajo forma de disgustos y ataques. Algunos sionistas lo leyeron como una afrenta al pueblo injustamente masacrado porque Arendt denunciaba la connivencia de las asociaciones y consejos judíos con las autoridades nazis. A pesar de que era un dato conocido y se había hablado ya de ello, pocos entendieron que la intención de la filósofa no consistía tanto ajustar cuentas como en apuntar la condición demoníaca de un régimen que llegó hasta el extremo de la barbarie obligando a las víctimas a colaborar en su propia aniquilación.

En realidad, Eichmann directamente no quitó la vida a nadie. Habría sido incapaz hacerlo. Nunca se habría atrevido a ponerle las manos encima alguien. Era algo inimaginable. Con todo, fue él quien gestionó las deportaciones, organizó los traslados, registrando como un burócrata fiel todo lo que tenía que ver con los campos de exterminio. Ahora bien, insistió durante el juicio, matar, no mató.

Y es aquí donde estriba el misterio de lo que Arendt llamó la “banalidad del mal”. Que el mal sea trivial no significa que no lacere, ni que no hiera. Lo hace y mucho. Su futilidad lo que nos indica es su origen: ese tipo de mal nace de una renuncia, del abandono de la reflexión. Y ante él nada se puede hacer. Ni la verdad, ni la bondad, ni la razón, ni las palabras son suficientemente poderosas para contrarrestar lo que el mal -estúpido, banal, intranscendente- es capaz de ocasionar. De ahí la magnitud que alcanzó durante el Tercer Reich.

Así, pues, fue la pura y simple irreflexión lo que convirtió a Eichmann en uno de los criminales más despiadados de la historia. No, no puso la mano encima de nadie, pero es justo acusarle de un delito mayor -del que depende, finalmente, el terror en masa y la maquinaria de asesinato y muerte característica de los totalitarismos-: fue culpable de haber abdicado de la razón. Por eso era indigno. Y, por eso, le ahorcaron.

En todo momento Arendt trata de ser objetiva y se nota porque estas páginas constituyen una magistral reconstrucción de los antecedentes y consecuentes de la Solución Final. La pensadora destaca que el antisemitismo no era un valor casual del movimiento nazi, sino su principio inspirador. Acabar con los judíos, aniquilarlos -que desaparecieran de la faz de la tierra- era el objetivo prioritario de los de la esvástica. Cuando se dieron cuenta de que no había lugar en el mundo -ni siquiera Madagascar- en el que agrupar a esa raza “indeseable”, aplicaron el rigor industrial para, mediante el asesinato a gran escala, zanjar el problema.

Palabra de Hannah Arendt:

  • Todas las víctimas importan: «Y así vemos que (…) todavía se lamenta el sino de judíos ‘famosos, con total olvido de los restantes. No son pocos, especialmente en las minorías cultas, quienes todavía lamentan públicamente que Alemania expulsara a Einstein, sin darse cuenta de que constituyó un crimen mucho más grave dar muerte al insignificante vecino de la casa de enfrente (…), pese a no ser un genio».
  • Resistencia heroica: «En circunstancias de terror, la mayoría de la gente se doblegará, pero algunos no se doblegarán, del mismo modo que la Solución Final pudo ponerse en práctica, pero no en todos los países. Desde un punto de vista humano, la lección es que este tipo de actitudes constituye cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos».

Como Jaspers, Arendt pensaba que Eichmann debía ser juzgado por un tribunal internacional. La razón es sencilla: el Holocausto no fue un crimen contra el pueblo judío; fue un crimen contra la condición humana en general. Los campos buscaba exterminar la pluralidad, una de nuestras idiosincrasias.

Por otro lado, Eichmann fue un snob, alguien obsesionado con el éxito social, una persona cuyo discurso estaba ceñido, escrupulosamente ajustado, por frases hechas y clichés. Pensaba lo que tenía que pensar, vestía como era preceptivo, sentía al igual que el resto. Nada que le singularizara de la opinión común, que sobresaliera. Era normal. Mediocremente normal. He ahí el problema, apunta Arendt, porque bajo el nazismo, lo ordinario era brutalidad insensata. Y el asesinato, la moneda corriente. Con Hitler, el mal era lo normal y había dejado de ser una tentación, explica.

Hay una lección que, invariablemente, quieren transmitir quienes fueron testigos y escribieron en primera persona sobre el salvajismo totalitario. Nadie -ni nosotros- estamos a salvo porque el salvajismo sanguinario puede volver a ocurrir, en otras circunstancias, con otros nombres propios. A medida que ese tipo de regímenes se aleja en la historia, corremos el riesgo de olvidar lo que supuso y, especialmente, de pasar por alto las condiciones -la estupidez- que hizo posible que mediocres como Hitler o Eichmann alcanzaran el poder, arrumbando esa sensatez noble capaz de distinguir el bien y el mal, a la víctima del verdugo. La posibilidad del olvido: esa es, al fin y al cabo, la razón por la que testimonios ´duros y sobrecogedores como este no pueden faltar de un listado de Grandes Libros.

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