Ibsen o un dramaturgo en defensa de la mujer

Los expertos discuten todavía acerca del valor de Casa de muñecas y es difícil encontrar acuerdos entre ellos, pero hay quien sigue pensando -con muy buenas razones- que es la mejor obra de Ibsen, entre otros motivos porque, hasta donde alcanza mi conocimiento, no hay otro texto en la literatura universal que haya elevado un portazo -sí, el desaire de cerrar una puerta con firmeza- al rango de una reivindicación.

Si se ha leído el libro se entenderá por qué en algunas de las versiones que circularon en vida del poeta noruego, o más tarde, tuvo que suprimirse el final e incluso atenuar el simbólico golpe que propinaba la protagonista en la última escena: era una réplica demasiado atrevida para las costumbres de la época, mojigata y gazmoña, como lo son todas hasta cierto punto.

Como a otros grandes libros, también a este, que refleja paulatinamente la intensidad dramática en la que transcurre la existencia de Nora Helmer, lo ataron en corto los gendarmes de los buenos valores. Nada extraño, repito, porque la censura o las reprobaciones persiguen, como animales en celo, el rastro de los buenos textos. La gran cultura siempre llega demasiado pronto a la cita de la historia.

Lee Casa de muñecas de Ibsen

  • Para entender la lucha de la mujer por el reconocimiento
  • Para conocer de cerca el extremo al que llega la hipocresía
  • Para darte cuenta del valor de la abnegación y el sacrificio

Ibsen tenía una ambición moral sin cortapisas y escribió Casa de muñecas para hacer justicia a la mujer. No es la única vez que se adentró en ella: ahí está también Hedda Galer para corroborarlo. En la primera de las obras citadas, los personajes femeninos que aparecen están tan bien perfilados que constituyen el contrapunto de los masculinos en madurez, inteligencia y honestidad. Y si no hubiera posibilidad de que se malinterpretara la comparación, cabría decir que Casa de muñecas es uno de los primeros y más claros manifiestos del feminismo cabal.

La forma y el fondo están a la misma altura. Ibsen reclama que la cultura eleve a la mujer, pero lo hace con una obra que transcurre toda ella en el mismo salón. Al tomar esa decisión fue sumamente agudo: ¿acaso no es el salón aquel espacio en el que se despliega la hipocresía burguesa? Por otra parte, para que se entendiera su demanda, enmarcó el conflicto en el seno del matrimonio.

Nora y Torvald representan los papeles que se reparten en la típica familia burguesa: él, trabajando; ella, en casa; él, ahorrador; ella, consumista; él, diligente y severo; lánguida y caprichosa ella. Por eso, en los primeros compases, el conflicto entre ambos es latente, casi imperceptible; después, a medida que avanza el drama, se hace manifiesto y radical.

Palabra de Ibsen

  • La mujer, un ser humano. «Lo que creo es que ante todo soy un ser humano, yo, exactamente igual que tú…o, en todo caso, que debo luchar por serlo. Sé perfectamente que la mayoría te dará la razón, y que algo así se lee en los libros. Pero ya no puedo contentarme con lo que dice la mayoría ni con lo que se lee en los libros. Debo pensar por mí misma».
  • Un matrimonio superficial: «Nuestro hogar no ha sido más que un cuarto de jugar. Aquí he sido tu mujer muñeca, como en casa era la nena muñeca de papá. Y los niños, a su vez, han sido mis muñecas. Encontraba divertido el que jugases conmigo (…) Esto es lo que ha sido nuestro matrimonio».

Pero siempre la acción se desarrolla en ese emplazamiento que no es ni la calle o la alcoba, lo cual sugiere que, para Ibsen, la mujer debía conquistar su libertad en ese intersticio que no es público ni privado.

Ya en el propio título –Casa de muñecas-, se atisba la incongruencia de tratar a las mujeres como si a ellas no les llegara nunca la mayoría de edad. Como juguetes -muñecas- en manos de los hombres.

La mujer sale en esta obra tan bien parada como los hombres caricaturizados. No podemos saber, sin embargo, hasta qué punto la parodia de la enlodada masculinidad actúa como un recurso literario para encumbrar las virtudes de la mujer o, en realidad, refleja el parecer de Ibsen sobre el individuo burgués, tan serio en sus negocios como superficial y ridículo en sus carantoñas de enamorado.

Ahora bien, si Nora encarna el escándalo es por dos razones principalmente. Primero, porque a pesar del prestigio y la carrera profesional del marido, el lector se da cuenta de que todo lo que Torvald Helmer es brota de las dolorosas renuncias de su esposa. Vamos: que la mantenida no es ella, sino él.

Pero ¿cuál es la segunda razón por la que la lectura de Casa de muñecas causó tanto alboroto y fue considerada un disparo en el corazón de la cultura masculina burguesa? A pesar de que es difícil sobreponerse a la manía por interpretar a Ibsen como un feminista avant la lettre -una predisposición de la que, confesémoslo, no estamos tampoco nosotros exentos-, al realzar la condición libre y autónoma de la mujer, el dramaturgo noruego llamó la atención sobre la insostenibilidad de un matrimonio sin afecto, sin amor, sin todas esas cosas que hoy, afortunadamente, asociamos con la palabra.

Nora es feminista porque se sabe libre para amar e igual al hombre, no porque quiera ser “un hombre”. Los espectadores bienpensantes se enrabiaron porque la protagonista priorizaba su propia vida incluso frente al cuidado de sus hijos, llevando su rebeldía hasta el extremo. Por otro lado, hay que distinguir la pugna por el reconocimiento en la que Nora se ve inmersa de lo que podemos llamar el feminismo exterminador, como el que se difunde hoy, fascinado por disolver lo masculino y lo femenino en una viscosidad indiferenciada.

En el caso de Ibsen, el detonante para combatir al hombre “tóxico” no es el sacrificio que hace Nora por su esposo e hijos, como antes por su padre, ni su silenciosa abnegación, porque a entrega no hay quien la gana. Lo que encienda la mecha del conflicto es la incapacidad de del hombre engreído y seguro para de salir de sí mismo. En definitiva, de estar a la altura de su mujer, después de mostrar que lo está a la de las muñecas.

Si Nora ha pasado a ser un símbolo es porque su nombre concita toda la fuerza de esas mujeres que se niegan a supeditar su voluntad a la de los hombres y se rebelan contra una cultura -la de sus padres, la de sus maridos- paternalista. Ojo a la otra heroína de la obra, la señora Linde, y su redimido Krogstad. Sí, hay en la obra de Ibsen un portazo sonoro, ensordecedor y no hay nadie en su sano juicio que desapruebe su conveniencia. Lo discutible es si eso constituye el punto final del drama o es un punto y aparte para un nuevo comienzo, más honesto y respetuoso con las semejanzas…y con las diferencias.

Para saber más

  • H. Ibsen, Casa de muñecas (Cátedra, 2021).
  • H. Ibsen, Casa de muñecas. Hedda Gabler (Alianza, 2020).
  • H. Ibser, El emperador y Galileo (Encuentro, 2006).

 

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