Molière o la comedia como terapia moral

Atribuir a Molière la invención de la comedia puede parecer excesivo, pero se entenderá mejor la afirmación si se precisa que escribió en un momento, el siglo XVII, en el que el majestuoso arte de la tragedia resultaba ya poco catárquico o eficaz. No nos engañemos: el mundo burgués -que es el nuestro- demandaba un espejo más prosaico, menos encumbrado, para apreciar su envilecimiento y ahí es donde aparece Molière, para descubrir que la función purgativa podían desempeñarla en el nuevo contexto obras aparentemente más ligeras, llenas de sutilezas y sarcasmos.

A juzgar por el éxito que cosecharon muchos de sus estrenos, razón no le faltaba. Ese es, además, el motivo por el que se nos presenta tan iluminador y cercano y le convierte en un autor perenne. En un clásico.

Las comedias de Molière son, en este sentido, inagotables y, como las crecidas de los ríos o los aluviones, desbordan el cauce sosegado de los géneros, de las formas, no menos que el de la tradición. Parecen, además, escritas ayer, recién salidas de la pluma de uno de esos guionistas que, como Billy Wilder, se batían el cobre en el Hollywood de blanco y negro para atinar con la “chispa”.

Es cierto que lo que le decide finalmente a probar suerte en un contexto literario considerado injustamente menor -como si hacer reír con hondura fuera más fácil que representar a las adustas divinidades del Olimpo- fue el fracaso en su aventura como empresario teatral. Afortunadamente para nosotros, eso le llevó a curtir su ingenio en el gusto popular y a aquilatarlo en las plazas bulliciosas y en los pueblos insólitos. Fue allí donde comprendió los engranajes de la hilaridad y se adiestró en el intrincado arte de la burla obsequiosa.

Lee El avaro de Molière:

  • Si quieres conocer el carácter moral de los hombres
  • Si desea comprender la condena que supone la codicia
  • Si te interesa saber lo que es una comedia profunda

Entonces, al parecer, ocurrió el milagro. Reparó en que podía tomar el testigo de Aristófanes, de Plauto no solo porque, como ellos, poseía un don para adecentar las costumbres mediante la sátira, sino porque descubre que el burgués es carne de comedia. Que los otros géneros le vienen grande. Pero no se entienda mal: a Molière no le podía gustar el moralismo porque los hipócritas le dificultaban estrenar sus obras. Lo que ocurre es que aplica como un alumno aventajado ese precepto platónico según el cual los contornos de la vileza y de la virtud se perciben si nos servimos de lentes de aumento. Él se servirá de la mordacidad y el escenario para tal fin.

Se le reconozca o no, Molière es tanto el que eleva la comedia al rango casi de ciencia moral, como el artista avispado que acerca la sublimidad literaria del teatro al gusto popular. O sea, al gusto de todos. De eso se percata cualquier abriendo sus libros: ahí están sus escenas, impolutas al cabo de dos siglos, y sus bromas, que arrancan carcajadas a ricos y pobres por igual, a reyes, aristócratas y plebeyos, constituyendo, al fin y a la postre, una suerte de atajo que nos aproxima, sin subterfugios, al mismísimo corazón del hombre, allí donde germina su miseria y su grandeza.

El francés es irónico, fino, a veces descarnado en sus censuras, incluso despiadado con algunas costumbres. Pero, a diferencia de lo que ocurre en las comedias de hoy, más toscas y cínicas -más amargas y zafias-, la causticidad no desplaza en las suyas a la intelección moral, ni corroe los restos de confianza en el ser humano que pudieran pervivir en los espectadores. Todo lo contrario: aviva nuestra ternura ante la abyección ajena, tal vez porque en los espejos que componen reconocemos que ni siquiera nuestra ruindad es original. De ahí que la caída del telón nos sorprenda no más escépticos, sino mucho más reconfortados.

En El avaro, por ejemplo, se concitan agudeza y creatividad, ingenio para crear escenas inolvidables y perspicacia, mucha perspicacia, para perfilar el carácter moral de los personajes. Tan bien lo hace Molière que Harpagón, el protagonista, se ha convertido en epítome universal de la tacañería más cerril, del mismo modo que Tartufo, desde la fecha de su estreno, en 1664, ha servido para designar cualquier forma de fariseísmo.

Como la mayoría de lo que compuso, El avaro provoca rechifla, aunque a lo largo de sus cinco actos lo que se expone es una tragedia conmovedora: la de la mezquindad. Hay que tener mucho talento literario para trazar, con el único utillaje del diálogo, la idiosincrasia del usurero, pero si nos desazona el ridículo en el queda irremisiblemente Harpagón cada vez que interviene es porque nos abate hasta el desconsuelo la soledad a la que condena el afán desmedido de riquezas.

Astucia moral: “Hay naturalezas reacias a las que ofusca la verdad, que siempre se resisten al camino recto de la razón y que solo dejan llevar adonde uno quiere si se las lía. Fingid que consentís a lo que quiere, lograréis así mejor vuestros propósitos”

El avaro, un ser inhumano: “El señor Harpagón es de todos los humanos el menos humano; de todos los mortales el mortal más duro y más agarrado. No hay favor que le mueva a recompensa hasta hacerle abrir las manos (…) Nada hay más seco ni más árido que sus simpatías y caricias; y dar es una palabra por la que siente tal aversión que nunca dice: ‘Os doy los buenos días’, sino: ‘Os presto los buenos días’”

 

La avaricia, y esta es la lección de la obra, no depende de la cantidad de bienes que se posean; es una cuestión de carácter, de temple moral. Hay, además, una avaricia superficial, como la que compele a buscar madrigueras grotescas para guarecer unas míseras monedas, y otra más insufrible o contumaz, que brota del recelo y se enrosca en el alma hasta asfixiar la confianza natural del ser humano hacia su prójimo.

No había nada que repugnara más a Molière que la hipocresía porque sabía que normalmente la virtud es solo vana afectación vana en quien insiste en enorgullecerse de su integridad. Quizá por ello tomó la decisión de revestir sus lecciones con juegos y bufonadas, con retruécanos y discursos disparatados, para que la risa operara como un reproche -a modo de reconvención cándida o cortés- y condujera al espectador por el saludable camino de la enmienda.

Junto a las humoradas, el ingrediente que nunca falta en la obra de Molière es la aventura romántica. En el caso de El avaro, los enamoramientos son más relevante porque Molière juega a propósito con ellos -como con las relaciones filiales- para poner negro sobre blanco los magros intereses que, por irónico que parezca, rinde la avidez. Puestos a ser calculadores, viene a iluminarnos este francés inmortal, sale más a cuenta la entrega desinteresada y el amor. Paradojas de la comedia, como de la vida.

Para saber más:

Molière, El avaro. El enfermo imaginario (Alianza, Madrid, 2021).

Georges Forestier, Molière (Cátedra, Madrid, 2021).

 

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Grandes libros es un blog de Aceprensa, un medio de comunicación fundado en 1970 y especializado en el análisis de tendencias sociales, corrientes de pensamiento y estilos de vida.

Un comentario

  1. Me lo he pasado muy bien leyendo a Moliere. Busque una representación y alterne la lectura con la función teatral. La trama es casi folletinesca y los otros personajes parecen el coro con Harpagon de solista. Su personaje queda esculpido como la misma avaricia. Expectante ante el próximo libro.

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