Inocencia y mal en Melville

El intelectual impostado, que tiende al efectismo, suele recluirse en un despacho abarrotado de libros y esperar la inspiración, como si tomar la pluma mirando al infinito sirviera para comprender al hombre. Pero a lo sumo así solo se descubren desconchones en la pared. Dicho de otro modo, con esa estrategia no es posible escudriñar la generosidad heroica que supone, por poner un ejemplo, ceder el paso cuando sentimos premura, ni atisbar la tiniebla que ofusca a quien busca apagar su sed de venganza. Si lo que deseamos es conocer quiénes somos, lo más aconsejable es seguir las andanzas de ese loco envenenado de leyendas del que todos sabemos el nombre, conversar con Pla con el Ampurdán al fondo o visitar, arropados por Melville, galeones y tabernas llenas de alcohol, sudor y humo.

Lee Billy Budd:

• Si deseas saber las facciones de la inocencia, pero también su audacia y valentía
• Si buscas comprender las consecuencias de la envidia, la maldad y lo que supone juzgar al inocente
• Si quieres saber lo que nos hace nobles, valientes, personas de una sola pieza

El escritor neoyorquino tenía un carácter pasional y el rostro cincelado por la severidad, tras haber pasado meses y años sin atisbar tierra firme. Pero, como buen marino, sabía mirar lejos y hondo. Vivir como él lo hizo es aprender con antelación lo que quienes pasan su existencia lejos del mar comprenden solo a las puertas de la muerte: que la vida no es más que un regreso, aunque muchas veces desconozcamos el lugar en el que estamos destinados a recalar para siempre.

Por otro lado, como todo gran autor, de él manan las metáforas y las posibilidades literarias como la lava lo hace en un volcán: con naturalidad, ininterrumpidamente. Desde el nombre de los personajes -Ismael, Ahab- hasta el de los navíos; desde el recodo que toma la trama hasta las facciones de alguien muy secundario en la que se trasluce la huella de lo añejo, de lo bíblico… Todo es múltiple, profundo, rico en matices, una auténtica bicoca para exegetas.

Si zozobra nuestro espíritu junto a los bandazos del Pequod o al augurar el destino que le espera a un gaviero, como en Billy Budd, no es solo porque los relatos de Melville sean, como acabamos de decir, pozos sin fondo de simbolismos, ni siquiera porque afloren alegorías fecundas y resplandecientes como un amanecer cerca de la playa. Quizá tampoco obedezca todo ello a su capacidad para atraer al lector con la fuerza de un imán; tal vez la clave resida en su habilidad a la hora de captar fotográficamente esa amalgama entre lo sublime y lo grotesco que constituye la urdimbre de la historia humana, así como de las biografías que la componen. Como la del propio Melville. Como la de nosotros mismos.

Palabra de Melville:

  • Barbarie e inocencia: «Gracias a su constitución y a las diversas influencias de su suerte, Billy era en muchos aspectos poco más que una especie de bárbaro, más aún de lo que lo era Adán antes de que la sinuosa serpiente buscara reptando su compañía».
  • Un vicio inconfesable: «Pero ¿es la envidia tan monstruosa? Bueno, aunque muchos mortales han confesado crímenes terribles ante el tribunal con la esperanza de mitigar su condena, ¿hay alguien que haya confesado sentir envidia? Es como si todo el mundo aceptase que es más deshonrosa que el crimen más atroz. Y no es solo que todos renieguen de ella, es que hasta los mejores se muestran incrédulos si se le atribuye a un hombre inteligente».

El norteamericano es un profeta laico y sus relatos tienen suficiente valor como para erigirse en mitos fundacionales de la Edad Moderna. Debemos volver a él y transcurrir por las páginas que alumbró con el mismo fervor con que Platón recordaba los versos de aquel aedo ciego que vivió en los albores del tiempo. Porque en sus narraciones, en la quilla de los barcos que surcan sus sueños de marinero empedernido, ofrece el registro de la grandeza y la miseria, revelando que también -o, mejor dicho, sobre todo- entre balleneros de brazos broncíneos y con tatuajes en el alma, heridos por la estopa y las tempestades, comparece la magia de lo que nos constituye como hombres.

Billy Budd, una obra impresionante, corrobora las dotes de Melville como escritor. Por desgracia, el prestigio de este bucanero de la literatura siempre anda en un terreno pantanoso, dubitativo, pasando, sin proemio alguno, de la bendición, la celebración y el recuerdo a la amargura, la iniquidad y el olvido. A unos, pues, el hallazgo del manuscrito de Billy Budd, en 1919, les sirvió para recordar a un autor que languidecía en las bibliotecas, mientras que, según otros, el hallazgo confirmaba la genialidad de quien, no por casualidad, había estampado su firma en Moby Dick. Pero todavía quien le ama se siente en la necesidad de presentar su admiración precedida de una justificación.

En el caso del cuento que nos ocupa, se introduce al lector que ingenuamente lo toma en el misterio de la iniquidad, pues el relato es un trasunto de lo que supone la Caída, una suerte de Génesis para nuestra edad descreída. O una fábula sobre el pecado para hombres huérfanos de lo sagrado; una reflexión, en definitiva, de hechura bíblica sobre las borrascas que se desatan cuando el bien radical se las ve, cara a cara, con un mal persistente e implacable.

Pero no hay moralina. Melville no era un predicador y huía de ellos como un hipocondriaco se aleja de la enfermedad. De adoptar algún credo, hubiera suscrito la religión del hombre concreto, del ser humano de carne y hueso. O la del desterrado en el mar, la del condenado en vida, la del que malvive enterrado en las galeras. Con todo, y renunciando a lo sobrenatural, plasma mejor que cualquier iluminado misterios profundos que desembocan en las lindes de la trascendencia. En esto el norteamericano es único.

Billy Budd muestra que el mal radical siempre es taimado, sutil, que su principal objetivo es profanar la inocencia y que debemos erradicar lo más rápidamente posible la envidia de nuestro corazón, ya que es lo que asfixia y agosta nuestra humanidad.

Pero, junto a esta dimensión prelapsaria, también el cuento apunta al escándalo de la salvación. Pues, como enseñan la religión, especialmente la cristiana, es necesario que el bien sobrelleve o cargue sobre sus espaldas con el mal para que este teatro siga funcionando. Si el globo gira y no se ha parado es porque hay mártires de la historia, inocentes, cuya nobleza renueva, como cada estación, el mundo.

Una cuestión interesante, que aparece de pasada, es la que tiene que ver con el rostro. Con el ejemplo de Billy Budd, el escritor norteamericano se inscribe en esa nómina de pensadores para quienes la aleación moral se transparenta en las facciones, algo que preocupará tanto al dandi –Oscar Wilde– como al místico –Florenski-. Este último sugería en unas páginas hermosísimas que la bondad es expansiva e irradia sobre la faz, transformando el rostro en eso tan hermoso y santo que es el semblante. En cambio, la vileza es turbia y opaca; acartona las facciones y se oculta bajo la máscara, un disfraz siniestro y lúgubre. Al amparo de todo ello, mirarse al espejo con detenimiento para constatar qué avanza antes, si la luz o la sombra, es, sin duda, el mejor examen de conciencia al que nos podemos someter tras acabar la jornada.

(Recuperado de un texto publicado por El debate de las ideas)

Para saber más

  • H. Melville, Bartleby, el escribiente; Benito Cereno; Billy Budd (Alianza, 2004).
  • H. Melville, Billy Budd, marinero (Alba, 2015).
  • A. Delbanco, Melville (Seix Barral, 2007).

 

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