Misterio y omnipotencia de Dios

Uno se imagina que el paisaje que se divisaba desde las catedrales góticas y los monasterios de piedra medievales era cristiano. Que lo era también la literatura, la escultura y el arte en general porque la fe, como una savia, había ido fertilizando o fecundando la cultura antigua, roturándola a golpe de trascendencia, obsequiándola, en fin, con un mayor significado, hasta prohijar, con ella, eso que hemos dado en llamar Occidente.

Así, cuando San Anselmo, pluma en ristre, se atreve a desafiar al insensato, todo a su alrededor es cristiano. Todo: al norte y al sur. Al menos a este lado de Europa. De ahí que uno se sienta tentado a pensar que, en esa plegaria hermosísima y humilde -el Proslogion– donde se esculpe por vez primera el “argumento ontológico”, lo de menos es, precisamente, la demostración de la existencia de Dios. Porque si importa algo -si algo llama hoy nuestra atención- es la ferviente mirada del que cree, la indagación de la criatura en el misterio divino. En resumidas cuentas: la mirada meditativa que reconoce que en Dios hay algo y que ese algo, por fortuna, nos sobrepasa.

San Anselmo no fue el primero en aspirar a convencer de su equivocación a ese necio que, según la Biblia, afirma en su indigente interioridad que no hay Dios. Pero sería un error -enorme- pensar, como nos han hecho creer los profesores de filosofía, que su argumentación descansa por completo en el uso escrupuloso de la lógica. Todo lo contrario. En primer lugar, el Proslogion es una meditación, una oración -una conversación o diálogo de abundante y entrañable intimidad- entre un hombre llamado Anselmo y Dios. Y eso nos sitúa necesariamente en un entorno de piedad filial y en los confines de la Revelación.

Lee el Proslogion si quieres:

  • Conocer de primera mano las posibilidades de la lógica
  • Adentrarte en el misterio del ser supremo
  • Entender las complejas relaciones entre fe y razón

Pero es que, además, nada puede ser más extraño para el arzobispo de Canterbury -como, en realidad, para cualquier pensador cristiano- que postular una supuesta contradicción entre fe y razón. Tal vez a nosotros -que somos, a fin de cuentas, postcristianos- nos resulte esto poco evidente. Pero no hay -no puede haber- ninguna disyuntiva entre lo que la fe demanda creer y aquello que el discernimiento natural muestra. Esta era la convicción que regía en la cristiandad medieval y la que aguanta, como un sólido contrafuerte, la construcción anselmiana, en la que divisamos, como nunca antes, que no se trata tanto de entender para creer como de creer para entender.

Aunque hoy no nos demos cuentas, junto a las catedrales y el derecho romano, junto a la universidad y la filosofía, también es una de las principales señas de identidad de nuestra civilización haber escrutado el contorno en el que razón y fe se desdibujan. Pero no porque sean antitéticas, sino al revés: porque se complementan o auxilian.

Como seres racionales, no podemos desprendernos de las luces del entendimiento ni apagarlas cuando entramos en el atrio de una iglesia. Eso supondría abogar por una religión deshumanizadora. Quiero decir que, en ese caso, la fe sería un lastre o una carga insoportable de arrostrar. ¿A quién le cabe una cosa así en la cabeza?

Palabra de San Anselmo

  • El argumento ontológico: «Dios es aquello mayor que lo cual nada puede pensarse. Quien entiende esto bien entiende forzosamente que eso mismo es de tal manera que ni siquiera en el pensamiento puede no ser. Quien entiende, por tanto, que Dios es de esta manera, no puede pensar que Él no sea».
  • Justicia y misericordia divinas: «Cuando castigas a los malos, es justo porque se ajusta a sus méritos; cuando, en cambio, perdonas a los malos, es justo porque está en conformidad, no con sus méritos, sino con tu bondad».

A la vez, como animales religiosos -como seres con anhelos espirituales inmarcesibles- tampoco sería lógico que la razón sobrecargara nuestras espaldas, ganando terreno o diezmando los derechos de lo sobrenatural. Y aunque es verdad que hasta el de Aquino no logramos acomodar más sutilmente todo este asunto, sería una injusticia pasar por alto que San Anselmo, entre otras cosas, abrió la brecha y fue un hito inexcusable a la hora de poner el entendimiento al servicio de la esperanza cristiana.

Por esas bufonadas a las que nos tiene acostumbrados la historia, el argumento ontológico, que deduce la existencia de Dios de su naturaleza, no resultó muy convincente para los creyentes. Y, salvo entre idealistas y otros especímenes, no ha disfrutado de buena fama, lo cual dice mucho de lo exigente que es nuestra fe en cuanto se refiere a lo racional. La estocada final a la demostración anselmiana la infirió el realismo aristotélico y tomista, con su sana manía de no disociar la lógica de la existencia. En los últimos tiempos, tras fascinar a Descartes, Leibniz y Gödel, A. Plantinga ha puesto el argumento de nuevo sobre la mesa académica.

Claro que no puede ser lo mismo pensar que Dios existe que el hecho de que exista. A lo sumo, San Anselmo prueba la idea de un ser supremo, de un ser mayor del cual nada puede pensarse. Con todo, hay dos lecturas del Proslogion que tampoco son extemporáneas. La primera es la espiritual: como imprecación, el texto muestra la hermosa distancia que hay entre creador y creación. La segunda es una la que mezcla lo filosófico y lo teológico: de alguna manera, en este ensayito se continúa la reflexión sobre la naturaleza del ser divino comenzada en el Monologion, en el que Dios aparece como el sumo bien y la piedra de toque de la belleza del mundo. La relectura de San Anselmo estimula como muy pocas nuestro interés en buscarla.

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