Pasión por la verdad

Toda conversión es un misterio: eso queda patente, cristalino, en el relato que de la suya nos dispensó, cuando el cristianismo estaba casi en pañales, San Agustín. El de Hipona era suficientemente inteligente y se dio cuenta de que no podía dar razón completa de su camino, pero se propuso recopilar los hitos, las paradas, por las que le condujo la mano afectuosa de Dios. Fue también humilde -realista- y reconoció que en el viaje de la fe los hombres nunca tenemos la iniciativa. A lo sumo, nos encargamos de barruntar en nuestra profundidad un anhelo, una pasión, que nos abre para la acción sanadora de la gracia.

Proponerse decir algo nuevo, a estas alturas, sobre la reconciliación de Agustín con Dios es igual que intentar abrazar el océano con la palma de la mano. Apuntemos, sin embargo, algunas ideas. Las confesiones rinden tributo a la misericordia de Dios y muestran que la inanidad de la criatura no es una leyenda, sino un muro con el que se topa el que porfía -iluso- hacer el bien. Es también un tratado de teología en toda regla. Sin embargo, ante todo, es el testimonio de un buscador ansioso, de un ansioso amante de la verdad que, como el sediento, únicamente dar por concluido su viaje al aproximarse al hontanar, fresco y palpitante, del que mana la corriente.

Lee Las confesiones si

  • Quieres conocer de primera mano un itinerario de conversión
  • Deseas saber lo que es plantearse nuevos interrogantes
  • Sientes que nada te llena y buscas algo que no sabes qué es

También esta obra señera de Agustín es un viaje a la hondura de nuestra identidad. Somos -así lo afirma el santo- un interrogante -único, abisal- para nosotros mismos. En su autorreflexión, en su andadura por la interioridad humana, donde a veces resuena el vacío o aparecen las telarañas del vicio y la iniquidad, este cristiano, filósofo y pagano, se da cuenta de que únicamente puede tocar las teclas del piano que cada uno somos el mismísimo Dios. Si no, corremos el riesgo de desafinar. Dentro de cada uno es donde encontramos aquellos que nos sobrepasa.

Hay semillas. Siempre las hay: en Sócrates, por ejemplo, apuntan huellas de Platón; en este, yace, como una rica simiente, el genio absoluto de Aristóteles. ¿Acaso no se perfilan -se ven, se palpan- los vestigios de la escolástica, con su torrente de lógica inagotable, en la prolijidad inquisitiva de Las confesiones? Quien nació en la punta de África, donde hoy se extiende Argelia, exprime los problemas y les da vueltas, una y otra vez, para cercar el misterio, al igual que haría el cazador para atrapar a su presa más codiciada.

Pero ¿qué le mueve? ¿Qué fuerza le impulsa? ¿Qué pasión o convicción tan intensa le atenaza? ¿Qué reminiscencias hubo de sentir, también en su interior, para lanzarse en pos de algo que no acierta a decir lo que es? Agustín es el pensador que descubre que acogemos, todos, en nuestro más íntimo ser una añoranza de Dios, una nostalgia que no tiene fecha de caducidad. Por otro lado, él, que es filósofo, sabe que la verdad solo se puede conjurar con buenas dosis de ingenuidad, de modo que se pregunta dónde se encuentra el tiempo, cómo son los depósitos de la memoria o si la eternidad es algo distinto de un instante.

Con todo, aunque hay quien ha rebuscado la travesía que lleva desde el sol de Tagaste hasta Wittenberg, en cuya Iglesia de Todos los Santos Lutero clavó sus 95 puñales, es difícil encontrar en el entusiasmo del converso el pesimismo del moderno. Leamos esa obra superando nuestra vista cansada. El de Hipona observa, cierto, cómo el mal necrosa la ciudad de los hombres; sigue a la víbora de la concupiscencia y presencia cómo esta horada nuestro yo y nubla la imagen prístina de la creación primera. Pero, aun sabiéndose pecador -recalcitrante pecador. es converso, lo que quiere decir que ha sido rescatado del mal y, por tanto, no puede olvidar que el bien y su esperanza se afianzan en un baluarte inconmovible: la misericordia.

Palabra de San Agustín

  • La bienaventuranza, deseo de todo ser humano: «Porque la cosa que significa ‘bienaventuranza’ ni es griega ni latina; y los griegos y los latinos y todos los hombres de todas las lenguas suspiran por ella y la desean alcanzar; todos tiene noticia de ella y si fuesen preguntados si desean ser bienaventurados, a una voz y sin duda responderían que sí. Lo cual no desearían si no tuviesen en la memoria la cosa significada por ese nombre».
  • La realidad de la voluntad: «Era tan cierto que yo tenía voluntad como tenía vida; de suerte que, cuando quería o no quería alguna cosa, era muy cierto que yo y no otro era el que la quería y el que no la quería. Y yo desde entonces iba conociendo que allí estaba la causa de mi pecado».

Las Confesiones son lo que son: una narración, a veces exhaustiva, de los tropiezos casi inexorables del ser humano. Somos libres, pero tampoco podemos disimular la herida que nos desterró del Edén. Con sus descripciones de esa maldad obsesiva -obsesiva lo es porque, como refleja el robo de las peras, el mal no es un medio, sino a veces el fin, un fin triste, el áspero objetivo de nuestra acción- no pretende medir lo lejos que estamos del cielo, sino resaltar, a modo de contrapunto, la gratuidad escandalosa del amor divino, desbordante. Incontenible.

Junto al rosario de las miserias de Agustín y las caricias de Dios, hallamos en estas páginas pasajes de una ternura incomparable, como cuando recuerda la conversación con santa Mónica, enferma, en el puerto de Ostia. Ambos se preguntaban por la dicha de la redención; mientras, en la ventana se recorta, azul y cegador, un Tirreno de postal.

Sí, este cuento de pecados y traspiés es optimista porque es un cuento también -y sobre todo- de salvación. Y quienes habitan en la estirpe de Caín -la ciudad de los hombres- tiene vocación para asentarse en la ciudad de Dios. En todo caso, no cabe duda de que, a hora de afrontar el espinoso problema del mal, se da cuenta de que este no puede vencer. Siendo Dios necesariamente bueno, es evidente que la tragedia no puede ser el punto final de la historia.

Un apunte más. No es verdad que el obispo de Hipona alejara la fe de la razón, que optara por la primera o el absurdo en perjuicio del logos. Los interrogantes que se plantea -radicales, últimos- muestran que no es necesario despedirse de los argumentos para arrodillarse. Agustín escribió en un momento en el que los dogmas estaban en su más tierna aurora. Sin catecismos, se las compuso para desenredar el nudo de las herejías, confiando en Dios. El misterio -nos alecciona- no derrite la razón, sino que la consuma o perfecciona, del mismo modo que la gracia a la naturaleza.  Habría que volver a San Agustín para curarnos de tanto agustinismo espurio.

Como todo gran libro, no es posible precisar el número de lecturas que este posibilita. Al igual que todo clásico, estamos ante una obra que crece a base de volver sobre ella. Se ha llamado la atención sobre el carácter inagotable de la cultura porque, a diferencia de un bien consumo, el fruto de aquella crece exponencialmente a medida que se frecuenta o usa. Para un filósofo, dejar un ejemplar de Las confesiones en la mesilla de noche puede ayudarle a pensar con pasión. A un creyente, le servirá para reconocer su pecado, no desesperar y levantar una y mil veces de nuevo sus ojos al cielo…Todos, en fin, nos podemos ver reflejados en la inquietud de Agustín, pues todos anhelamos, como él, un bien eterno e imperecedero.

Para saber más

  • San Agustín, Las confesiones (BAC, 2017)
  • San Agustín, La ciudad de Dios (BAC, 2019).
  • L. de Wohl, Corazón inquieto. La vida de San Agustín (Palabra, 2001).

 

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Grandes libros es un blog de Aceprensa, un medio de comunicación fundado en 1970 y especializado en el análisis de tendencias sociales, corrientes de pensamiento y estilos de vida.

Un comentario

  1. Visto, profesor Carabante.

    En esta ocasión lo ha tenido más difícil para brillar en su síntesis. Primero porque el tema es bastante inabarcable, y en ulterior lugar, porque además de que habría ido algo apresurado el rezumar de la crítica le habría influido, le habría embargado el logos.

    En todo caso, siendo una opinión también cabe que hoy no sea uno de mis días de más lucidez. No deje de ofrecernos sus conclusiones.

    Un abrazo.

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