Rousseau, un pensador salvaje

El que mejor entendió lo que suponían las ideas de Rousseau fue Voltaire, que, tras leer el Discurso sobre de la desigualdad entre los hombres, replicó que le daban ganas de ponerse a cuatro patas.

Habría sido más fácil apuntar, unos tras otros, los inconvenientes del texto, pero mucho menos ingenioso y, por tanto, menos volteriano. Uno también se pregunta si una reprobación más formal hubiera quedado esculpida de un modo tan indeleble en la piedra de la posteridad.

Del opúsculo de Rousseau -breve y claro- arrancan, sin embargo, también muchos mitos que el tiempo y las modas, en vez de disipar, se han empeñado en bruñir. Pensemos, por poner un caso, en el “buen salvaje”, que comparece en estas páginas danzando entre lianas y estanques, abierto al milagro del fuego y las estrellas, inocente, libre y agreste, majestuoso, como destinado a una felicidad ancestral.

Rousseau no fue ni el primero ni el último en encallar al suponer que lo mejor para ser iguales era devolvernos a un estado de desnudez primigenia, en el que, siendo precisos, lo que se revela es más lo indeterminado de la especie o sus indigencias que el hombre de carne y hueso. Lo abstracto, pues, no la rica singularidad de la persona. Ciertamente, nos parecemos más en la medida en que nos retrotraemos en el tiempo y del mismo modo que cuesta hallar desemejanzas entre dos tribus prehistóricas, a muchos nos es difícil distinguir un recién nacido de otro.

Lee Discurso sobre el origen de la desigualdad si:

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El autor de El contrato social creía que todo marchaba fluidamente en aquellas fechas en que el progreso no era ni siquiera una hipótesis. Que nuestra existencia transcurría, en fin, montaraz y arbitraria, puerilmente, hasta que clavamos una estaca para apropiarnos de una exigua porción de tierra. Ahí, justamente en ese momento, acabó todo. Precisamente allí -cuando alguien dijo «esto es mío»- se truncó el paraíso. O su esperanza. Repentina y rotundamente, desorientándonos, al igual que nos ocurre cuando luchamos por ubicarnos tras un sueño reparador.

Este Discurso no logró alzarse con el premio convocado por la Academia de Dijon, que ya había galardonado a Rousseau por otro manifiesto insólito acerca del origen de las artes y las ciencias cinco años antes. Ambos escritos están conectados porque reprueban, con un estilo directo, muy hermoso y radicalmente emotivo, los tópicos de la Ilustración francesa. Llamó la atención que este pensador pastoril, que pasó largas horas en las dehesas imaginando cómo vivíamos antes de que el egoísmo diera al traste con nuestra ingenuidad atávica, combatiera el progreso apostando por lo más radical e incivilizado.

Muchos han esbozado interpretaciones psicológicas y sociológicas para justificar la inquina de Rousseau, de origen y temple aldeano, hacia la erudición refinada. Descreía de las grandes urbes y de las formas porque atisbaba en ellas una indumentaria cruel y desleal hacia lo que, en puridad, somos: salvajes indómitos, animales compasivos. Eso no debe llevarnos a restar talento o sensibilidad -ni originalidad, ni valentía- a este individuo acostumbrado a holgar por prados soleados, así como a llenar sus pulmones con los efluvios de los valles. Tampoco a obviar sus censuras. De todo se aprende.

En su discurso, Rousseau contrapone el hombre evolucionado al natural; la servidumbre, a esa libertad que, en su opinión, es condición de la existencia auténtica -ruda- y que reside en la espontaneidad ingenua e infantil de hacer lo que a uno le place. Porque eso, por principio, es bueno. Al tejer el encomio del rústico, al enfrentar al nosotros el yo, denuncia la servidumbre que la etiqueta impone a la sencillez.

El problema es que, quizá más que en ningún otro caso, es verdad incontestable que Rousseau no deja indiferente a nadie. O se le ama hasta el punto de perderse, con él, por los vericuetos del sentimiento que entreabre, o se le detesta. Kant no halló en su obra un revulsivo con el que matizar la esclerosis ocasionada por sus imperativos morales, pero se enamoró de la lucidez con que explicaba la digna autonomía del sujeto.

Palabra de Rousseau:

La civilización, origen del mal: «La mayoría de nuestros males son obra de nosotros mismos y los habríamos evitado casi todos conservando la forma de vivir sencilla, uniforme y solitaria que nos fuera prescrita por la naturaleza. Si la naturaleza nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado contra natura, y que el hombre que medita es un animal depravado».

Ser y parecer: «Ser y parecer llegaron a ser dos cosas totalmente distintas, y de esta distinción salieron el fausto imponente, la astucia engañadora y todos los vicios que los acompañan. Por otra parte, de libre e independiente que antes era el hombre, he ahí que un sinfín de necesidades nuevas le pone a merced y en dependencia, por así decirlo, de la naturaleza, y sobre todo de sus semejantes, de ls que se hace esclavo en cierto sentido».

Por su parte, Hume tuvo que luchar por olvidar la temporada en que se alojó en su casa cuando, tras abusar de su generosa hospitalidad, el ginebrino le acusó destempladamente de haber tramado su infortunio.

Loco o no, Rousseau poseía la imaginación de un niño. Y la piedad de una alimaña maternal que lame misericordiosamente las heridas del animal que nos precede. Al leerle, cabe preguntarse si realmente estaba convencido de lo que escribió. Pero casi siempre lo que en él suena trivial o descabellado opera, para nosotros, como un plinto que nos ayuda a lanzarnos más allá de los constreñidos confines de nuestro pensar.

Es injusto, por otro lado, negarle el papel inspirador que ha desempeñado en la conformación de la cultura contemporánea. Algunos ejemplos lo reafirman: en Rousseau es más relevante el sentimiento que la coherencia moral; la autenticidad, por encima de la integridad ética; la compasión, mucho más que la justicia cabal. Hay pocos pensadores con osadía para distinguir entre el amor propio y el amor de sí y mucho menos, visto lo visto, para confiar en la posibilidad de la felicidad pública.

En él late un radicalismo populista que transforma la ciudad en una iglesia donde se predica la redención, aunque sea secular. Y eso es peligroso. Tenemos la suerte de conocer a dónde nos conduciría la puesta en práctica de muchas de sus ideas: Robespierre fue un partidario fervoroso de las mismas.

En cualquier caso, una vez que hace acto de presencia en la historia de pensamiento, Rousseau no desaparece. Reclama su protagonismo cuando, décadas después, aparece Proudhon con eso de que la propiedad es un robo, por ejemplo; se le siente agazapado asimismo en el rencor que Marx destila contra la cultura burguesa. Y más tarde, asoma, menos disimulado tal vez, en el momento en que los del sesenta y ocho comienzan a incensar con delirio religioso la inerrancia de la voluntad popular.

La sombra de Rousseau es tan alargada que llega a cubrir ámbitos sensibles, como el pedagógico, donde apuesta por dejar al niño en manos de la naturaleza. O sea, de sus instintos, lo cual es una muestra de coherencia en un autor que se ahoga siempre en las aguas de la pasión. A lo mejor si no hubiera abandonado a sus hijos habría sabido que también la inocencia infantil es un mito, como otros tantos que fructifican hoy en nuestras riberas y que su prosa, bucólica y hermosa como un poema, contribuye a reverdecer.

Para saber más

Jean-Jacques Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes. Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Alianza, 2012).

Jean-Jacques Rousseau, El contrato social (Taurus, 2012).

J.Arnau, Rousseau o la bella doncella (Alianza, 2022).

R. Spaemann, Rousseau. Ciudadano sin patria (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2013).

J. Cruz Cruz, «Las paradojas morales y políticas de Rousseau», Aceprensa, 28-06-2012.

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