Comprar siervos muertos puede parecer un negocio poco lucrativo, salvo que seas alguien apremiado por la codicia o el delirio hasta el punto de imaginarte un futuro iluminado por la fastuosidad. Esto es precisamente lo que sucede Almas muertas, la famosa novela de Nikolái Gógol -ruso de origen ucraniano, por cierto-, que no casualmente traza en sus páginas un fresco bastante expresivo de los males del país de las estepas.
Gógol no estaba interesado en situar el espejo invertido de la sátira sobre sus coetáneos, pero en las confesiones y comentarios que dirige al lector -fue un maestro de eso que después se ha llamado metaliteratura- reconoce que no tenía más remedio que actuar así. Porque algo en su interior -un geniecillo, como el que urgía a Sócrates a transformarse en un molesto tábano por las concurridas calles de Atenas- fijaba con obstinación su vista en el barro de la mezquindad, por mucho que él se sublevara.
Acuciado su espíritu de ese modo, escribió esta épica del ridículo o la corrupción más prosaica que puede leerse, sin embargo, equivocadamente, como un relato o un poema -así lo llama Gógol- burlón, adecuado para afilar la mordacidad, o una mera diatriba, indudablemente ingeniosa y entretenida, pero sin mayor sustancia.
Lee Almas muertas…
- Si deseas conocer a fondo la idiosincrasia del pueblo ruso.
- Para ver encarnada la corrupción moral
- Si quieres divertirte sin renunciar a la profundidad
Para que se entienda: hay situaciones tan sutiles y cáusticas como un brillante gag de los hermanos Marx. Solo a una inteligencia sagaz y acerada se le ocurriría escribir, por ejemplo, para referirse a un petulante que “manifestaba una noble inclinación a la cultura, esto es, a la lectura de libros cuyo contenido le resultaba completamente indiferente”.
Al principio, pues, Almas muertas parece simplemente eso: una historia trazada con objetivo reprobatorio, que cuenta las arteras estrategias de un donnadie arribista en la mastodóntica maquinaria del imperio. La idea de comprar “almas muertas” -siervos sin vida- todavía censadas y que, por tanto, representaban un coste para los extenuados propietarios de tierras igualmente extenuadas no resulta tan descabellada a tenor del prestigio que conllevaba su posesión. En efecto, para un eslavo, un siervo era un alma. Y un alma, un galón.
El ladino Chíchikov, que es como se llama la estrella del relato, pretende recolectar difuntos sin registrar, aspirando a convertirse en adjudicatario de terrenos explotables. Un plan perfecto. A pesar de que está acompañado no de uno, sino de dos escuderos, el personaje tiene algo de quijotesco, pues sale en busca de míseros finados por zonas imprecisas de una Rusia interminable como el océano.
Palabra de Gógol
El ser humano, animal absurdo: “¡Intenta entender algo de los hombres! No creen en Dios, pero están convencidos de que, si les pica la nariz, es una señal de que van a morir. Desdeñan una obra poética, radiante como el día (…) pero se abalanzan sobre el libro de un sabelotodo que enmaraña, embauca, destroza y retuerce la naturaleza (…) Se pasarán la vida despotricando contra los médicos y acabarán por dirigirse a una curandera que sana por medio de conjuros susurrados y escupitajos mágicos”
La ironía de la posteridad: “La generación actual lo ve ahora todo claro y se asombra con los extravíos de sus antepasados, se mofa de su falta de discernimiento, sin ver que en todas partes un dedo vengador la señala, a ella, la generación actual. Esta última continúa riéndose y empieza, orgullosa, rebosante de engreimiento, toda una serie de nuevos equívocos, de los que se reirá la posteridad”
La soltura de Gógol con el sarcasmo llega hasta extremos tan olímpicos que desafortunadamente corremos el riesgo de atenuar su valor. Creemos que lo moral y lo religioso tiene que ser grave, sombrío y hueco como un convento abandonado, no fulgurante o fresco e igual de apetecible que una fruta en sazón. Cierto es que, en el estilo de este narrador, a caballo entre el romanticismo y el realismo crudo, no se masca la seriedad existencial que palpamos en las atmósferas circunspectas de un Dostoyevski o un Tolstói, pero adentrarse hasta el final en esta obra inconclusa aclara por qué está considerado el padre de la novela eslava moderna. Sin la irreverencia de Gógol ante la hipocresía, no habría podido despertar el genio de los realistas críticos de finales del XIX.
Puede que un lector superficial pase por alto su profundo mensaje espiritual, pero es no quiere decir que está ausente en ella. No es una locura recuperar una actitud más burlona y divertida ante la vida y la presencia -tan sobrecogedora a veces- del mal. Gógol tuvo intuición para detectar el exacto lugar en el que el zarpazo de la perversión burguesa -esto es, una sutil debilidad, una corruptela tenue, al fin y a la postre, miserias vulgares y anodinas, como las nuestras- levanta la epidermis moral, lastimando esa intuición que nos induce a abalanzarnos por las huellas tan fragantes del bien. De ahí que uno se pregunte, a medida que avanza el relato, qué alma está, en realidad, más muerta, si la de los cadáveres serviles que Chíchikov limosnea o la de este último, henchida de bajeza y abyección.
Al parecer, el escritor ruso experimentó una conversión religiosa al final de su vida y ese giro resulta bastante palpable en la segunda parte de la novela, a la que en algún momento pensó dar el título de “almas blancas”. Brota entonces, entre las espinas de la corrupción, la esperanza, a la que se aferra siempre el vejado pueblo ruso. Gógol apela una y otra vez a la espiritualidad en la que se enraíza Rusia, tan delicada y lejana, para evitar que sucumba a las veleidades europeístas que la anegaban.
Almas muertas recoge muchos de los temas que se convertirán en lugares comunes a medida que avance el siglo XIX: el conflicto entre modernidad y religión, entre ciudad y mundo rural, entre la presuntuosidad burguesa y una nobleza cada vez más alicaída y disonante… ¿Acaso Rusia ha superado alguna vez sus fantasmas? ¿No son estos, además, los que la conforman y nos la presentan con ese vigor tan inextinguible y universal, tan misterioso, que siempre nos interpela?
Para saber más:
N. Gógol, Las almas muertas (Nórdica, 2022).
N. Gógol, Historias de San Petersburgo (Alianza, 2017)
M. Fazio, Seis grandes escritores rusos (Rialp. 2016).
K. Johansson, El rostro de Gógol (Nórdica, 2010).