Una magnífica -y sublime- historia de amor

Quizá no exista libro más limpio, más puro, más noble que el que firmó Manzoni bajo el título de Los novios. Incluso cabría decir que esa inocencia que desprende, el pudor y la virtud que emanan de sus personajes -de Renzo, de Lucia- tienen hoy algo blasfemo . Y no es que el novelista italiano proponga estos y otros nombres como modelo o que haya silenciado el rastro que el mal, la envidia o la doblez dejan en el mundo. Sucede, más bien, que nos presenta un relato de la calamidad y la ignominia henchido de esperanza, atravesado por una confianza -pueril- en la victoria definitiva del bien.

Esta obra -como otras- sirve de prueba para medir la sensibilidad moral. Hay quien la juzgará algo candorosa, franca y compasiva como un filme de Capra. Pero que haya buenos y malos y que, al final, estos se enmienden para tomar el tren de los primeros es tan real como el vecino que, tras años gruñendo, un día por fin amaga con regalarnos una sonrisa. El problema es que nos estamos acostumbrando a una cultura sórdida, a una sociedad turbada por lo que se le lega, sucia como un arrabal, siniestra como un asesinato. Y eso es malo porque un mundo educado en series de narcos y películas gore sospecha o recela de quien tiene al lado.

Lee Los novios si deseas

  • Conocer el destino de dos enamorados
  • La belleza de un alma pura
  • Los vericuetos de una conversión religiosa

La apología del bien, cuando está bien hecha, cuando es una obra de arte, conmueve y arrastra. Rafael Gómez Pérez ha dicho con su perspicacia habitual que Manzoni dibuja la felicidad de los humildes. No falta tampoco aquí el buen humor. Se equivoca el que cree que viendo el lado oscuro de la realidad, la ve completa o más afinada. Manzoni tenía la fe del converso, lo que quiere decir que conocía el peso de las dudas; asimismo, como hombre de su tiempo, bien formado, estaba al cabo de la calle y no hacía falta apuntarle la faz que puede adoptar los desengaños o la perversidad. Como todos, sabía que el mal, del mismo modo que un cáncer obsesivo, corroe las almas, devorando en ellas hasta la más mínima huella o recuerdo del bien.

De hecho, Los novios, que refleja la tierna historia de dos espíritus destinados a vivirse, aporta una cierta tipología de la maldad humana. Encontramos, claro está, a don Rodrigo, un noble altivo, soberbio, que decide, con su interés por molestar a Lucía, el inicio del drama. Es la encarnación de la infamia, del mal radical.

Hallamos, a continuación, a sus esbirros, los bravos, que intimidan, castigan o amenazan. Son estos siervos leales a la vileza, dispuestos a encarnizarse y domeñar a aquel a quien señale la mano malevolente del amo. Son malos, sí, porque se regodean en la iniquidad y disfrutan del sufrimiento ajeno; lo son también porque obedecen con esa ceguera que es fruto o bien de la corrupción inveterada o de la indiferencia culpable.

Palabra de Manzoni:

  • La sencillez del bien, la complejidad del mal: «Los que hacen el bien lo hacen a lo grande; en cuanto han experimentado esa satisfacción, ya tienen bastante y no piensan en fastidiarse (…); pero los aficionados a hacer el mal ponen más diligencia, lo persiguen hasta el final, nunca se toman una tregua porque tienen ese cancro que los roe».
  • Cumplir el deber: «Ciertamente, no os preguntarán, un día, si habéis sabido tener a raya a los poderosos; para esto no se os dio ni misión ni medios. Pero os preguntarán si habéis empleado los medios que estaban en vuestra mano para hacer lo que teníais que prescrito, aun cuando alguien tuviera la temeridad de prohibíroslo».

Por último, encuentran espacio también los pusilánimes, los cobardes, los timoratos que se achantan o callan cuando quien el superior levanta la voz o adivinan en él una mirada pérfida. El sumiso por excelencia es don Abbondio, el sacerdote de carnes fláccidas que antes que en la salvación de un feligrés -por encima de las más palpable de las justicias- piensa en salvar su triste y blando pellejo.

Sería difícil precisar quién actuó mal, quién en concreto es el culpable de que Renzo y Lucía no pudiesen comprometerse de por vida. Es evidente que don Rodrigo encizaña todo al amenazar al pobre cura que ejerce su ministerio en las cercanías del inolvidable lago Como. Pero ¿acaso no es malo también don Abbondio, no los son aquellos que, a la voz de Rodrigo, persiguen o dificultan la existencia de terceros? Se cree que Manzoni esculpió con esta historia el curso tan amoroso con que, al parecer, gobierna la providencia el decurso de los siglos. Pero también explicó que el mal, más que un rompecabezas, se parece sobre todo a un dominó, en el que las piezas están tan juntas que la suerte de unas termina desbaratando o haciendo caer sobre la mesa a las otras.

Como contrapunto al mal, aparece asimismo una tipología del bien. Por un lado, brilla la ingenuidad de Lucía, esa dulzura que, pese a los sinsabores del destino, siempre encuentra un motivo de agradecimiento sincero. O una ocasión para el perdón, para la entrega, para el ejercicio de la abnegación. Enamorada hasta los tuétanos de Renzo, es capaz de negar su derecho para que un malvado se corrija. Manzoni retira de ella cualquier escrúpulo. Y es que Lucia es paradigma no de la credulidad infantil o ñoña, tampoco de una fe mágica que lo mismo se echa en brazos de un beato que se atreve a danzar en honor del Dios de la lluvia. Lucía es la fe recia, la que se acrisola en la adversidad. Lo mismo cabría decir del arzobispo Borromeo.

En segundo lugar, comparece la bondad de los conversos. Se cuenta que el propio Manzoni volvió al redil en un tumulto del París napoleónico, cuando se resguardó en una iglesia; bajo un silencio de piedra, oró a ese Dios que no amaba por encontrar a su mujer perdida en los disturbios. Salió reconfortado y allí, a unos pasos del atrio de la iglesia de San Roque, divisó a Enriqueta. Sea o no cierta la anécdota, cambió la vida de Manzoni y esta obra lo demuestra.

Como él, transitan por ella historias de conversos, estampas que resumen el buen hacer de la misericordia divina. Junto con el padre Cristóforo -valiente casi hasta el martirio-, está la transformación asombrosa del Innominado, cuyo helado corazón se derrite ante el espectáculo sufriente de Lucía.

Manzoni escribió una novela histórica, ambientada en la Italia española, en la que no falta ni lecciones de economía (su explicación del vaivén de los precios y la crisis es de lo más didáctico) ni enjundiosas reflexiones sobre la ineficacia de la ley (recordemos que era nieto de uno de los principales fundadores del derecho penal, Beccaria). Es una injusticia y una pena que no se lea esta obra tanto como se debería. Porque lo cierto es que es todo en ella resulta magistral.

Por otro lado, releída ahora, cobra más sentido, como una premonición, la pavorosa descripción de la peste. ¡Qué poco cambia la índole de los hombres! ¡Qué bajezas más insistentes, qué integridad más luminosa las nuestras!  La peste en Lombardía -estamos en pleno siglo XVII- fue un momento de muerte y desdicha, donde los de siempre se aprovecharon y esquilmaron a los más desamparados. He de reconocer que, tras el coronavirus, la forma, mágica y brillante, en que Manzoni retrata la carne macilenta, los cadáveres amontonados, los niños desprovistos de sonrisa, resulta impresionante, de un realismo conmovedor.

Al final de la novela, dice Manzoni que hay dolor, un poco quizá, en todas las cosas. El italiano pretendió, sin embargo, mostrar que, como una perla en el barro, la bondad también está ahí, esperando que alguien la alcance. Solo hace falta una virtud acendrada como la que cultivan sus personajes para descubrírnosla y una inteligencia narrativa tan sensible como la de Manzoni para dar a conocer ese punto tan excepcional en el que bien se hace uno e idéntico con la belleza.

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Grandes libros es un blog de Aceprensa, un medio de comunicación fundado en 1970 y especializado en el análisis de tendencias sociales, corrientes de pensamiento y estilos de vida.

3 comentarios

  1. Estas líneas quieren ser un emocionado réquiem a este blog que arrancó con brío juvenil y que ha ido perdiendo sus fuerzas hasta esta lenta agonía. Prometía mucho y quien sabe si el otoño le traerá nueva vida

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